Érase una vez una gota de agua, que se llamaba Clarita. Acababa de llegar al mar llevada por la corriente de un río. Todas sus amigas, las otras gotas de agua, que viajaban en la corriente del río, se habían separado. Clarita se había perdido. Las gotas de agua de mar la miraban raro. Clarita era pura y cristalina, no tenía sal. A las gotas de agua de mar no les gustaba nada que ella fuera diferente. Clarita se sentía tan sola y triste, que siempre estaba en la superficie del agua, para ver si encontraba a sus amigas, las otras gotas de agua de río. Tantas horas pasaba en la superficie, que con el calor del sol, se evaporó y subió a formar parte de las nubes. Clarita estaba encantada. Nunca se había evaporado antes y le sorprendió muchísimo la sensación de volar.
Clarita estaba en la gloria, en estado gaseoso, dentro de la nube, junto a miles de gotas más. El viento movía a todas suavemente. Volaban sobre pueblos, bosques, ciudades, montañas... ¡Era maravilloso!
Pero un día, de repente, su nube ¡PAMM! chocó con otra nube. Una descarga eléctrica, el relámpago, iluminó el cielo y un tremendo estruendo, el trueno, estremeció a las dos nubes. Tras el choque, muchas gotas cayeron de la nube, entre ellas Clarita. La luz del sol iluminaba cada una de las gotas que caían, formando brillantes colores. ¡Era el arcoiris! Clarita alucinaba con tanta belleza, pero la velocidad de la caída era tremenda. Clarita estaba asustada. No sabía dónde iba a caer: ¿sobre un árbol?, ¿contra el suelo? ¡Ay, que duro! pensó, ¿o sobre un jardín lleno de flores..? hasta que ¡PLOFF! fue a parar a una piscina donde había un par de niños nadando. ¡Ay que bien! pensó Clarita, podía haber sido peor. Las otras gotas de agua eran como ella, tampoco tenían sal. Además podría divertirse jugando con los niños. Clarita, ahora, sí era feliz. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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